miércoles, 30 de diciembre de 2015
Lo que más hiero.
Un retroceso para el resto de nuestras vidas.
Pero no quiero hablar de nosotros, si no de mí. Y recordarme el daño que me he hecho por haber salido huyendo tantas veces. Huyendo por ti.
Parece ser que el echarte de menos va a ser siempre lo mejor para todos. Para todos menos para mí. A mí me duele. Me desgarra y lo siento como si fuera ayer. Y mañana y hace ocho años.
Porque siempre has dolido. Siempre has sido tan brillante que has dolido. Lo especial siempre duele.
Pero no quiero hablar de nosotros, si no de mí. Y recordarme las veces que me rompí. Que me rompí por ti.
Y que lo sigo haciendo aunque me ponga esta maldita venda que me evita verlo. Sigo rompiéndome pensando que ya no queda absolutamente nada de mí. Nada de lo que era cuando te conocí.
Ah, joder, no quiero hablar de nosotros.
Pero de quién si no. Si siempre somos nosotros. Si esto es un bucle tóxico de destrucción que nunca acaba. Si tú también estás llorando por mí y escribiendo algo porque te obligo a hacerlo. Perdóname, no lo hago queriendo.
Perdóname por tantas cosas. Por ser cabezota, por ser débil, por empeñarme en hacerte feliz cuando no sabías serlo. Yo tampoco supe. Por eso, perdóname por mentirte.
Perdóname por recordarte, por decidir olvidarte, por gritarte. Perdóname por amarte.
Si esto es un desastre.
Perdóname los errores, los enfados, los tropiezos, las caídas, las risas, la importancia que le daba a ciertas cosas. Perdóname el no haber podido cambiar. Perdona que no sea normal. Que siga siendo una maldita loca. Que todo se resume a eso y lo sé y lo sabemos.
Perdona mi egoísmo. Que es lo que soy. Porque aunque intentase sacarte sonrisas solo era porque aquello me llenaba a mí.
Quizá solo digo tonterías, pero es lo que soy. Solo soy una tontería. Una noria vacía. El palo del algodón de azúcar abandonado en la acera. Soy un cuaderno en blanco. Una cama fría. Soy yo, sin ti.
Me he dado cuenta de que tener alas no sirve para nada, si lo que más quiero está en la tierra.
Lo que más hiero está en la tierra.
Lo que más duele.
Maldita sea. Perdóname por hablar de nosotros.
miércoles, 23 de diciembre de 2015
Miedo.
El pasillo era tan largo y estaba tan oscuro que no se podía ver el final.
Lo cierto es que casi no se podía ver el principio.
Él solo sentía el suelo bajo sus pies. Pero era un suelo blando, como si estuviera caminando sobre goma.
El silencio era atroz. Casi se percibía el vacío.
Pasó las manos por las paredes mientras caminaba. Tenían el mismo tacto que el suelo y apenas estaban separadas por un par de metros, lo justo para que pudiera estirar los brazos. No había interruptores, ni puertas, ni cuadros. No había nada.
Echó a andar lentamente, tanteando el camino, como si de una trampa se tratase y pudiera caer al vacío en cualquier momento.
No recordaba cómo había llegado hasta allí. Lo cierto es que no recordaba absolutamente nada.
Solo sabía que había despertado en aquel pasillo, desnudo, con la espalda apoyada en una pared blanda, y había echado a andar buscando la salida sin saber muy bien adonde tenía que ir.
No había nada alrededor, no percibía el tiempo, no sabía si al contar segundos en su cabeza se equivocaba en el ritmo, si lo estaba haciendo mal, si ni siquiera lo que contaba eran segundos.
En un instante durante aquel trayecto sintió un escalofrío que recorrió su espalda y le pareció escuchar un silbido lejano.
Su primer impulso fue la necesidad de gritar, de buscar ayuda o al menos intentar descubrir dónde estaba y si había alguien más allí. Pero justo en el momento en el que abrió la boca para pronunciar palabra se le encogió el corazón, como si algo dentro de él supiera que lo peor que podía hacer en aquel momento era gritar. Algo le dijo que tenía que correr, que tenía que huir lo más rápido posible, seguir adelante a toda velocidad o retroceder.
Lo mejor era retroceder, al menos sabía que atrás no había nada peligroso, pero, ¿qué locura era aquella?
Dio un paso atrás con duda y chocó contra una pared blanda y oscura.
-¿Qué…?- Susurró y se asustó de su propia voz, a pesar de que esta apenas tenía volumen alguno.
Palpó la pared una y otra vez con nerviosismo, la golpeó, golpeó el suelo, saltó frente a ella, pero no había otra explicación: No había vuelta atrás. Tenía que seguir adelante.
Ante aquel descubrimiento el nerviosismo y el miedo se acrecentaron. No le quedaban opciones. Se preguntaba si alguien o algo querían que siguiera adelante, si el muro le había perseguido para que no pudiera retroceder. ¿Por qué no sabía quién era ni de dónde venía? ¿Por qué no sabía cómo había llegado allí? Lo único que sabía era que necesitaba sobrevivir. Sentía un fuerte impulso de echar a correr, de gritar, de golpear las paredes y el suelo y buscar una salida, pero el pánico le atenazaba la garganta, le paralizaba las piernas, le oprimía el pecho.
Sintió cómo se le erizaba el vello, a lo lejos, muy a lo lejos creía escuchar el viento entrando por alguna rendija. Quizá era su imaginación, quizá llevaba horas caminando y en medio de la desesperación por encontrar una salida lo había alcanzado la locura.
Sintió cómo se le secaban los ojos, la boca, y cómo el aire entraba helado por su nariz al respirar con fuerza. Deseó que el corazón le dejara de latir un instante para poder escuchar con atención.
En medio de la duda siguió caminando, acelerando el paso cada vez más, esperando llegar lo antes posible al final de aquel pasillo, abrir una puerta, saltar por una ventana, ver una luz. Dejó de posar las manos en las paredes como si temiera toparse con algo o alguien. Se fue encogiendo cada vez más y más.
Los pasos eran cada vez más largos y seguidos y cuanto más avanzaba, cuanto más rápido iba, una terrible sensación de que algo le perseguía iba acrecentándose en su pecho.
Más rápido. Más rápido. Comenzó a correr intentando no hacer ruido. Pero no lo hacía, no se escuchaba nada más que los acelerados latidos de su corazón.
Pero había alguien a su espalda, no importaba cuánto acelerase el paso, no importaba si ya corría con todas sus fuerzas y no se sentía las piernas. Aquella presencia seguía a su espalda, siempre a la misma distancia, siempre a un centímetro, siempre riéndose, como si todo su esfuerzo fuera absurdo, como si todo lo que tuviera que hacer fuera estirar la mano y acabar con él.
No supo cuánto tiempo pasó hasta que perdió el control y dejó de correr, se dejó acorralar y cayó al suelo, encogiéndose, abrazando su propio cuerpo desnudo, sintiendo el corazón latiendo con fuerza en cada músculo, cerrándole la garganta. Se sintió vulnerable, acabado, destruido, rendido.
Y aquella mano invisible siguió a un centímetro de su espalda arqueada sobre el suelo, sin llegar a tocarle. Para siempre.
Lo cierto es que casi no se podía ver el principio.
Él solo sentía el suelo bajo sus pies. Pero era un suelo blando, como si estuviera caminando sobre goma.
El silencio era atroz. Casi se percibía el vacío.
Pasó las manos por las paredes mientras caminaba. Tenían el mismo tacto que el suelo y apenas estaban separadas por un par de metros, lo justo para que pudiera estirar los brazos. No había interruptores, ni puertas, ni cuadros. No había nada.
Echó a andar lentamente, tanteando el camino, como si de una trampa se tratase y pudiera caer al vacío en cualquier momento.
No recordaba cómo había llegado hasta allí. Lo cierto es que no recordaba absolutamente nada.
Solo sabía que había despertado en aquel pasillo, desnudo, con la espalda apoyada en una pared blanda, y había echado a andar buscando la salida sin saber muy bien adonde tenía que ir.
No había nada alrededor, no percibía el tiempo, no sabía si al contar segundos en su cabeza se equivocaba en el ritmo, si lo estaba haciendo mal, si ni siquiera lo que contaba eran segundos.
En un instante durante aquel trayecto sintió un escalofrío que recorrió su espalda y le pareció escuchar un silbido lejano.
Su primer impulso fue la necesidad de gritar, de buscar ayuda o al menos intentar descubrir dónde estaba y si había alguien más allí. Pero justo en el momento en el que abrió la boca para pronunciar palabra se le encogió el corazón, como si algo dentro de él supiera que lo peor que podía hacer en aquel momento era gritar. Algo le dijo que tenía que correr, que tenía que huir lo más rápido posible, seguir adelante a toda velocidad o retroceder.
Lo mejor era retroceder, al menos sabía que atrás no había nada peligroso, pero, ¿qué locura era aquella?
Dio un paso atrás con duda y chocó contra una pared blanda y oscura.
-¿Qué…?- Susurró y se asustó de su propia voz, a pesar de que esta apenas tenía volumen alguno.
Palpó la pared una y otra vez con nerviosismo, la golpeó, golpeó el suelo, saltó frente a ella, pero no había otra explicación: No había vuelta atrás. Tenía que seguir adelante.
Ante aquel descubrimiento el nerviosismo y el miedo se acrecentaron. No le quedaban opciones. Se preguntaba si alguien o algo querían que siguiera adelante, si el muro le había perseguido para que no pudiera retroceder. ¿Por qué no sabía quién era ni de dónde venía? ¿Por qué no sabía cómo había llegado allí? Lo único que sabía era que necesitaba sobrevivir. Sentía un fuerte impulso de echar a correr, de gritar, de golpear las paredes y el suelo y buscar una salida, pero el pánico le atenazaba la garganta, le paralizaba las piernas, le oprimía el pecho.
Sintió cómo se le erizaba el vello, a lo lejos, muy a lo lejos creía escuchar el viento entrando por alguna rendija. Quizá era su imaginación, quizá llevaba horas caminando y en medio de la desesperación por encontrar una salida lo había alcanzado la locura.
Sintió cómo se le secaban los ojos, la boca, y cómo el aire entraba helado por su nariz al respirar con fuerza. Deseó que el corazón le dejara de latir un instante para poder escuchar con atención.
En medio de la duda siguió caminando, acelerando el paso cada vez más, esperando llegar lo antes posible al final de aquel pasillo, abrir una puerta, saltar por una ventana, ver una luz. Dejó de posar las manos en las paredes como si temiera toparse con algo o alguien. Se fue encogiendo cada vez más y más.
Los pasos eran cada vez más largos y seguidos y cuanto más avanzaba, cuanto más rápido iba, una terrible sensación de que algo le perseguía iba acrecentándose en su pecho.
Más rápido. Más rápido. Comenzó a correr intentando no hacer ruido. Pero no lo hacía, no se escuchaba nada más que los acelerados latidos de su corazón.
Pero había alguien a su espalda, no importaba cuánto acelerase el paso, no importaba si ya corría con todas sus fuerzas y no se sentía las piernas. Aquella presencia seguía a su espalda, siempre a la misma distancia, siempre a un centímetro, siempre riéndose, como si todo su esfuerzo fuera absurdo, como si todo lo que tuviera que hacer fuera estirar la mano y acabar con él.
No supo cuánto tiempo pasó hasta que perdió el control y dejó de correr, se dejó acorralar y cayó al suelo, encogiéndose, abrazando su propio cuerpo desnudo, sintiendo el corazón latiendo con fuerza en cada músculo, cerrándole la garganta. Se sintió vulnerable, acabado, destruido, rendido.
Y aquella mano invisible siguió a un centímetro de su espalda arqueada sobre el suelo, sin llegar a tocarle. Para siempre.
martes, 8 de diciembre de 2015
Gaviotas.
Con el corazón en un puño y la rabia latiendo en su pecho
como si todo fuera tan frágil y tan fácil de romper
pasando los días soñando mirar al cielo
No tienes la esperanza, porque no quieres cogerla
Las lágrimas, preciosas
El amor, pudriéndose.
Míralo un segundo, ¿dónde está el presente?
Fuimos como gaviotas, alzando el vuelo, comiendo sobras
aprendiendo a robar sentimientos de corazones que se desbordan
No morirás sin haber sido nadie
has salvado recuerdos
No recordarás todo lo que salvaste
tan solo son los miedos
¿Qué contarás a tus nietos? ¿que un día fuiste libre?
Tan solo un día de los miles que viviste.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)