Huímos rápido de allí. Aunque creo que nunca dejé de huir.
Esta vez no estaba sola.
No fue tan difícil como esperaba ni daba tanto miedo.
La ciudad dijo que atardecía, pero nosotros sabíamos que estaba amaneciendo, que aquello, a pesar de ser un descanso, era como empezar desde cero.
Claro que no nos conocíamos de nada, claro que debía estar temblando, claro que. Pero y qué.
No había nada como huír, y nadie más que él sabía apreciarlo. Nadie más que él conoció el placer de pasar del odio al amor en un instante. Y viceversa. Y era casi tan bonito como aquellos momentos de soledad que tanto escocían.
-Dime que no vamos a volver.-Me sorprendió. Sonreí. Y no respondí.-Dime que no volveré a ser yo.
Quería prometerle que no volvería a hacer daño a nadie, ni a sí mismo. Quería prometerle que aquellas no iban a ser las únicas horas en las que íbamos a confiar el uno en el otro, que habrían muchos más días.
Quería prometerle.
Que no eramos errores, que merecíamos estar allí, entre toda esa gente, ignorando lo mucho que los odiabamos, que nos odiaban sin saberlo.
-Si esto fuera infinito no sería mágico.
Y un carrusel, una librería, algodón de azúcar y videojuegos en centros comerciales.
Pero era demasiado mágico para ser infinito.
Y comenzó a atardecer y se notaba más dentro que fuera. Y anocheció y dolió más dentro que fuera. Porque nada escapó.
Atamos fuerte esos sentimientos y los escondimos dentro.
Y volvimos a ser dos que se odian, que los odian, que nos odian.
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