jueves, 3 de marzo de 2016

Travesía.

Llevamos dieciséis semanas vagando.

A veces doy por aceptadas la desesperanza y la desgana por seguir adelante.
A veces. Solo a veces. Hoy no.

En la mayoría de ocasiones recuerdo que estamos solos y eso consuela. O es un falso consuelo que me impongo a mí mismo para no decepcionar al yo del pasado.
Recuerdo que veía películas de zombies o cualquier tipo de apocalipsis que desolara el mundo y envidiaba a aquellos supervivientes. Esos tipos duros que seguían con su vida como si hubieran esperado el suceso dramático desde que nacieron.
Todo normal. Cotidiano; como las tostadas con mantequilla de las mañanas.
Yo pensaba "Ojalá fuera él. Ojalá no volver a ver a un ser humano nunca más".

Quería dejar de escuchar los coches, los gritos, las voces, los semáforos, las ambulancias... Quería aislarme.
E intento convencerme de que esto es lo que siempre he querido.

Es un tanto contradictorio el hecho de haber aceptado a Charles como compañero de travesía. Pero al menos no es humano.
Al principio todo se limitó a lanzarle alguna albóndiga fría.
El gran danés empezó a perseguirme a todas partes. Así son los animales, salvajes e instintivos. Solo buscan satisfacerse.
Bueno, como los humanos.
Pero no fue tan fácil que el perro se ganara mi confianza.
Creo que realmente terminé por aceptar su compañía y presencia diarias cuando se quedó atrapado en una verja que escalé. El animal empezó a gritar de miedo y desesperación y me vi obligado a ayudarle.
Acepté que después de aquello nunca se separaría de mí. No me equivocaba.

En ocasiones lo detesto. Quiero estar solo. Pero termino asumiendo que su leve gimoteo no es molesto en comparación con las conversaciones humanas que tanto me hastiaban

Pero todo termina siendo autoengaño. Iré por partes.

La primera semana hice lo último que haría cualquier ser humano en el momento en que se da cuenta de que está solo en el mundo: quedarme en casa.
Seguí mi vida normal como si tal cosa.
No voy a hacerme el duro. Sentí la incomodidad del silencio que no esperaba sentir nunca.
Cada una de las personas que había conocido o visto habían desaparecido sin más. Sin dejar rastro.
Las tiendas dejaron de abrir, los teléfonos dejaron de sonar, los vehículos dejaron de moverse. Las calles estaban desiertas y extrañamente sombrías, como si la ciudad se hubiera quedado suspendida en el tiempo.
Cuando fui consciente de la situación y tras descartar que estuviera soñando, me limité a vivir como siempre lo había hecho: solo y sin preocupaciones.

No negaré las preguntas e inquietudes que se me pasaron por la cabeza a lo largo de la primera semana. No entender nada no es agradable.

Lo cierto es que esperaba que alguien viniera a buscarme en cualquier momento, dando por hecho que se habían olvidado de mí en alguna especie de evacuación.

Por otro lado esperaba bombarderos, huracanes o algo que explicara que la ciudad se hubiera vaciado de repente. Pero nunca llegó nada de eso.
Ni soldados, ni catástrofes ni apocalipsis. Solo el silencio.

No me sirvió de mucho haber visto películas de zombies y demás. Lo cierto es que cuando estás solo en el mundo no necesitas demasiadas habilidades especiales.

Muchos supermercados estaban abiertos cuando aquello sucedió y nunca me faltó comida y demás.
El casi problema llegó cuando se me antojó robar (si es que se puede decir así cuando el objeto en cuestión no tiene dueño) una bicicleta.
Seguro que podría haber encontrado una tienda abierta, pero quería ponerme a prueba.
Solo tuve que lanzar un puñado de piedras al escaparate y colarme en el local.

Nada del otro mundo. No me sentí un tipo duro.

Para cuando robé lo que sería desde entonces mi vehículo, había desaparecido la electricidad en toda la ciudad. Me ayudó saber que no saltaría ninguna alarma. Me habría sobresaltado el ruido repentino.

Hasta la quinta semana podría decirse que estaba haciéndome a lo que hoy llamo "la travesía".

Empecé a pedalear y cada vez me alejaba más de mi piso, el cual seguía cerrando con llave, por si acaso. No sé, quizá podrían reaparecer todas las personas de repente y no quería que me robaran nada.

A lo largo de aquellas cuatro semanas en las que supongo que mi mente aceptó la idea de que no había nadie más que yo en kilómetros a la redonda, conocí a Charles.
No sé si estaría bien contar la historia de por qué terminé bautizando como

Charles al gran danés, así que la omitiré y diré que en ciertos aspectos de su actitud me terminó por recordar a uno de mis escritores favoritos: Charles Bukowski.

Quizá de su influencia procedía mi indiferencia. La del verdadero Bukowski, no la del perro.

También en aquellas semanas comencé a tomarme las libertades de colarme en casas ajenas.
Tampoco me hizo sentirme un tipo duro. Cualquier sitio que tenga ventanas de cristal es accesible si tienes piedras.

Empecé a dormir en apartamentos, pisos y casas de desconocidos desaparecidos, a hurgar entre sus cosas, a ducharme en sus bañeras y a comerme su comida.
Era una situación absurda. No era un superviviente. No había nada que pusiera mi vida el peligro. Solo era una persona sola con un perro que le seguía a todas partes.

Una parte de mí, cuando estaba dentro de aquellos hogares, me decía que debía investigar sobre la vida de aquellos desconocidos, como si de una película se tratase y aquello fuera a darme una respuesta sobre la desaparición de todos mis vecinos.
De hecho pasé un par de días buscando explicaciones pero sin encontrar nada más que objetos personales.

En aquellas primeras cinco semanas aún tenía la vaga esperanza de que todo se solucionara y explicara de algún modo. Me convencía de que era absurdo buscar respuestas por mí mismo y que cualquier intento de averiguar algo impacientemente era inútil.
A fin de cuentas no sacaba nada de la intimidad de otras personas.
Estaba solo y aquello no era ninguna extraña prueba.

Sobra decir que traté de informarme de aquel suceso a través de radios y televisores antes de que desapareciera la electricidad, más no encontré señal alguna en ninguna de ellas, lo que me llevó a preguntarme si no solo habrían desaparecido las personas de mi ciudad y demás pueblos circundantes a los que terminé llegando a base de pedalear.

Si alguien lee esto, a estas alturas se estará preguntando por qué no opté por un vehículo a motor.
La respuesta es sencilla: nunca he aprendido a conducir. Nunca he pisado el pedal de un coche ni he subido a una moto y nunca se me habría ocurrido hacerlo a pesar de vivir en una ciudad deshabitada. Es una temeridad.
Es a mí a quien temo al volante, no al resto de conductores.

No sé cuánto pude haber recorrido antes de que la bicicleta decidiera que ya era demasiado.
La rueda trasera literalmente explotó en la quinta semana y decidí continuar a pie.
¿Hacia dónde? No lo sé. Ni lo sabía entonces ni lo sé ahora. Solo sé que camino, que ya no conozco los pueblos y ciudades por las que paso y que en ningún sitio hay personas.
He andado demasiado.
Creo que ya sigo por inercia.

La sexta semana fue dura, puesto que a pesar de haber fortalecido las piernas en el pedaleo constante mis pies no estaban acostumbrados a hacer tantos kilómetros diarios.
Pude haber parado a descansar, pero me dije a mí mismo que tenía prisa por llegar a quién sabía dónde.

En las siguientes semanas me di cuenta de algo y me pregunté cómo era posible que no me hubiera percatado antes.
Charles y yo estábamos sentados en un desierto e inmenso parque comiendo Doritos y bebiendo un refresco cuando me concentré en escuchar lo que me rodeaba.
Solo entonces, siete semanas después, me di cuenta de que no habían desaparecido los seres humanos. No solo ellos.
Habían desaparecido todos los seres vivos.
No había pájaros, ni grillos, ni hormigas, ni peces saltando en el lago que teníamos delante. Solo se escuchaba el sonido del viento meciendo las hojas de los árboles y el agua del lago.
Solo se escuchaba mi respiración y los jadeos de Charles devorando un puñado de Doritos.

Solo entonces se me encogió el corazón como no lo había hecho antes. Solo entonces sentí miedo realmente.
Me pregunto, a estas alturas, si Charles sabía desde el principio que estábamos solos en el mundo. Me pregunto si fue por eso por lo que se empeñó en seguirme desde el primer día.

Hasta la décima semana traté de hacer todo el ruido posible. Conseguí hacer  ladrar a Charles jugando con él. Empecé a cantar a voz en grito, a hablar en voz alta con el perro, a andar exagerando el ruido de mis pasos.
No había sido consciente del silencio hasta entonces, pero cuando lo fui me di cuenta de que era insoportable. Casi deseaba que el viento soplara fuertemente para que balanceara cualquier cosa que rozara.

Todo cambió a partir de la décima semana. Para mí. Quizá para Charles. Para nadie más, ya que no había nadie más.
Pero a partir de la décima semana fui consciente de que hacer ruido era inútil En ciertos momentos intento convencerme, como he dicho al principio, de que esto es lo que quiero. Siempre lo he querido, ¿no? Dejar de aborrecer el ruido, el jaleo y a las personas en general. Irme a vivir a una granja en mitad del campo y prescindir de cualquier tipo de compañía. Leer, escribir, reflexionar...

Pero han pasado dieciséis semanas. Más o menos cuatro meses. Que dicho así no parece mucho, pero es demasiado.
Mi mente no lo soporta.
Pero no quiero saltarme la historia sobre cómo empecé a tratar de aceptar mi estado mental a partir de la décima semana. De cómo traté de engañarme y aún a veces trato de hacerlo.

Ya no me esforzaba por hacer ruido. Por concentrarme en el sonido del viento.
A veces hablo en voz alta, pero en contadas ocasiones.
Charles no ladraba porque yo no le daba motivos.
Simplemente veía pasar el tiempo. Lo sentía y lo siento como si fuera eterno.

¿Quién me iba a decir que se me haría tan aburrido un mundo a mi entera disposición?
Digo "mundo" porque a día de hoy he asumido que han desaparecido los seres vivos de todo el planeta. Quizá solo sea mi país. He llegado lejos y no hay señales de vida.
Casi agradezco la presencia de Charles .

Llega un punto en que te cansas de tocar todos los instrumentos de todas las tiendas, de leer todos los libros de todas las librerías, de comer comida fría y de  gastar pilas.

Es curioso lo descuidado y vago que me he vuelto desde que estoy solo.
Ya no intento cocinar, y podría hacerlo. Hay cocinas de gas en muchas casas.
Cada vez me preocupa menos mi higiene personal. Me ducho un par de veces por semana y nunca tiro de la cadena.
No tengo que seguir rigiéndome por los modales humanos que he acatado siempre. No debo una buena educación a nadie. No me esfuerzo por tenerla.
Ojalá tuviera que hacerlo. Ojalá hubiera alguien que se quejara cuando hago las  cosas mal, cuando quemo casas, cuando esparzo basura por los barrios, cuando  empujo coches por barrancos o cuando dejo la tapa del váter levantada.
No me esfuerzo en nada porque no hay motivos para ello.

A veces me pregunto si no habrá algún motivo para que yo sea la única persona  que no ha desaparecido.
Llego a pensar que siempre he sido diferente. Que se han olvidado de mí. Los militares, los extraterrestres o Dios, porque no soy un ser humano. Porque nunca lo he sido.
Quizá reflexiono demasiado.
Debo admitir que siempre me he sentido diferente al resto. Un poco misántropo y  solitario. Siempre he ansiado ser libre.
Libre de dependencias, de deberes, de tratos obligados con las personas que me rodeaban.
Y ahora creo que detesto la libertad. Qué cansancio.

Puede que realmente el ser humano no haya nacido para ser libre.

Puede que la libertad sea lo peor que me ha pasado.

Hace cuatro semanas me consolaba pensar que al menos siempre he tenido la virtud de la frialdad. Que al menos era capaz de analizar la situación en la que me encontraba y actuar en consecuencia. Sin perder los nervios. Sin dudar de mis actos.
Ahora no sé si sigo siendo aquel chaval.

Recuerdo aquel dicho antiguo que advertía del cuidado que hay que tener con lo que deseas, ya que puede hacerse realidad.

Quizá hecho de menos a los seres humanos, ir a comprar y que alguien me atienda, trabajar en algo que detesto o esperar diez minutos en los semáforos. Poca duda hay realmente.

En estas últimas semanas me he convertido en alguien completamente diferente.

Me he convertido en alguien que ve cómo se consume poco a poco por la soledad y la desesperación. No soporto el silencio y me asusta mi propio ruido.
Aunque intente engañarme termino por sucumbir al terror. No lo soporto.
No es el simple hastío que creía insufrible rodeado de esas personas que tenía que aceptar en mi vida diaria. Es peor. Mucho peor.

Creo que si hubiera pájaros, cigarras o grillos; maullidos o ladridos, todo sería más sencillo. Pero ha llegado un punto en el que el mundo se hace tan inmenso, tan grande, tan solitario y silencioso que intimida.

Esto no es una confesión. No es un  relato sobre cómo desapareció la humanidad y me di cuenta de que era el último hombre sobre la tierra. A decir verdad ni siquiera sé por qué escribo esto. Supongo que he perdido la cabeza.
"En la semana número dieciséis perdió la cabeza". Rezarían los periódicos si los hubiera.
Supongo que así es. Que por eso he empezado a llorar, que por eso he empezado a echar de menos, por eso he empezado a demostrar mi cariño a un ser vivo, por primera vez en mi vida.
Me refiero a Charles, al cual duermo abrazado. No se queja.

Supongo que esto es una completa locura. Que yo soy una completa locura y estoy más perdido que nunca.
Y no sé si valiente o cobarde, o simplemente un idiota, por seguir adelante. Por seguir caminando.

No sé nada y he visto lo suficiente. No quiero nada. Pero quiero más.

Quizá, a estas alturas, haciendo perdido hasta este punto las ganas y la esperanza, quizá aún quede algo.
Quizá por eso escribo. Debe de ser porque tengo esperanza. Porque puede que,  esté donde esté para entonces, alguien lea esto.

Los escritos de un misántropo que llegó a echar de menos a la humanidad.
Que llegó a sentirse solo.

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